viernes, 17 de julio de 2015

El brillo del vacío

Desde pequeño siempre me ha gustado mirar el firmamento. Observaba las diminutas bombillas iluminando la bóveda celestial con ese tintineo apenas apreciable, como los quehaceres de un insecto en la inmensidad de un bosque. Me sentía en paz. En una extraña comunión con todo lo que me rodeaba: árboles, animales, el viento e incluso el brillo mortecino que proyecta la ciudad cuando la luna marca su territorio en el cenit de la noche.

Una de esas noches, de cielo despejado y olor a rocío sobre la hierba, me dispuse a perseguir aquel sueño. Cansado ya de seguir estrellas fugaces, decidí convertirme en una. Estudié cosas que me apasionaron, y otras muchas que aborrecí. Me preparé físicamente, entremezclándose más de una vez sudor y lágrimas. Hiciera lo que fuera, la meta siempre era la misma: las estrellas.



Recuerdo la sensación en la boca del estómago cuando los propulsores de la nave rompieron las gruesas cadenas de la gravedad y me impulsé rasgando el cielo mientras observaba cosas que ni de niño hubiera imaginado.


Ahora ya no estaba en comunión con las estrellas, era una de ellas. Observaba la roca húmeda que había sido mi hogar y se me antojaba espeluznantemente bella. Flotaba en la oscuridad más absoluta, emitiendo un halo azul perturbador y hermoso, siendo uno de tantos puntos luminosos en el espacio. En aquel momento, me sentí insignificante; apenas un átomo de una mota de polvo en mitad de la inmensidad del cosmos.


Y sin embargo, estaba en paz.


A pesar de todo, había algo que odiaba completamente mientras compartía una parcela del firmamento con el resto de estrellas: el silencio. Tan denso y áspero que dañaba, oprimía el pecho y no te dejaba respirar. Acostumbrado como estaba al ir y venir de los coches, gente riendo, llorando, el cántico de las sirenas, el murmullo de conversaciones ajenas e incluso el sonido intrusivo del viento. Era lo único que añoraba y que dejé olvidado en un rincón de mi habitación. Allí arriba estaba sólo, bajo la mirada fría y silenciosa de los astros, flotando en la nada.


Al principio la falta de costumbre fue dura, pero llevadera. Luego la añoranza hizo que la carga fuera todavía más pesada, llegando al punto de casi asfixiarme. Mi mente comenzaba a jugarme malas pasadas: escuchaba gritos inexistentes de estrellas muertas en el espacio, comencé a escuchar pasos a mí en derredor imposibles en aquel ambiente sin gravedad, voces que susurraban mi nombre, que me llamaban, que me invocaban casi de manera salvaje.


Llegó el día en que no pude soportar la carga durante más tiempo. La luz de la estrella en mi interior se había extinguido, y en su lugar, había dejado un agujero negro que comenzó a devorar mi mente con un hambre aterrador. Para acabar con todo, cogí uno de los destornilladores que guardábamos abordo y con su filo abrí en canal mis venas, dejando que mi sangre se esparciera por toda la nave.


Las gotas de mi sangre crearon planetoides diminutos de color carmesí que comenzaron a poblarlo todo hasta que, de repente, la cabina era una diminuta galaxia de vida; la que escapaba a través de mí. En ese momento reí, y la cabina y mi corazón se inundaron del sonido de mi alegría. Al final, resulta que llevaba eso de las estrellas dentro desde el principio, corriendo por mis venas.

Ahora entiendo por qué, desde pequeño, siempre me ha gustado mirar al firmamento.





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