Desde pequeño siempre me ha gustado mirar el firmamento. Observaba las diminutas bombillas iluminando la bóveda celestial con ese tintineo apenas apreciable, como los quehaceres de un insecto en la inmensidad de un bosque. Me sentía en paz. En una extraña comunión con todo lo que me rodeaba: árboles, animales, el viento e incluso el brillo mortecino que proyecta la ciudad cuando la luna marca su territorio en el cenit de la noche.
Una de esas noches, de cielo despejado y olor a rocío sobre la hierba, me dispuse a perseguir aquel sueño. Cansado ya de seguir estrellas fugaces, decidí convertirme en una. Estudié cosas que me apasionaron, y otras muchas que aborrecí. Me preparé físicamente, entremezclándose más de una vez sudor y lágrimas. Hiciera lo que fuera, la meta siempre era la misma: las estrellas.